Responsabilidad social o compromiso cívico: ¿qué le pedimos a la empresa?

- septiembre 13, 2025
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- Juan Luis Martinez
- Articulos, Social
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En el debate actual sobre el papel de la empresa en la sociedad, la “responsabilidad social” se ha convertido en un lugar común: un concepto vacío que, más allá de argumentarios ideológicos y políticamente correctos, ocupa un espacio sobredimensionado, limitando a la empresa a un mero cumplimiento formal de ciertos preceptos. Un análisis más atento revela que esta noción, entendida en su raíz etimológica como la capacidad de respondere —dar cuenta y asumir las consecuencias de los actos—, no refleja plenamente el significado de la empresa en su relación con la comunidad. La responsabilidad puede ser adecuada cuando se aplica en el plano jurídico o al comportamiento individual, pero resulta insuficiente para comprender la naturaleza institucional de la empresa. Lo que realmente la define es el compromiso: la disposición a proyectarse con otros hacia un futuro compartido, a establecer vínculos duraderos y a integrarse activamente en la construcción del bien común.
El compromiso, derivado del latín compromissum, designaba en su origen una promesa mutua, un pacto recíproco. No se trata solo de reaccionar ante exigencias externas, sino de unir voluntades y orientar la acción hacia adelante, generando comunidad. Bajo esta perspectiva, la empresa no puede concebirse como un ente aislado que responde desde fuera, sino como una institución que adquiere sentido mediante su participación sostenida en la vida colectiva. Aristóteles lo expresaba al señalar que el ser humano es un zoón politikón, que alcanza su plenitud únicamente en comunidad: “Quien no puede vivir en sociedad, o no necesita nada por su propia suficiencia, o no es un miembro de la ciudad, sino una bestia o un dios”. Esta dependencia también caracteriza a las instituciones que crea la persona: la empresa encuentra legitimidad al integrarse en la polis.
Platón, en La República, aporta un fundamento adicional al afirmar que la justicia consiste en que cada parte cumpla su función en armonía con el todo. Así, la empresa no puede reducirse a la generación de beneficios privados ni a la emisión de informes como respuesta a presiones externas. Su sentido radica en el compromiso con el equilibrio social y la construcción de justicia comunitaria. La mera responsabilidad puede cumplir la forma, pero solo el compromiso asegura la sustancia: un vínculo real y duradero con la sociedad.
La reflexión filosófica contemporánea confirma esta idea. Xavier Zubiri sostiene que la persona se constituye en el “estar en la realidad con otros”, destacando la relacionalidad como rasgo esencial de la existencia humana. Alasdair MacIntyre, en Tras la virtud, afirma que la identidad moral se configura en el marco de prácticas y tradiciones compartidas. Aplicado al ámbito empresarial, esto significa que la empresa no es una unidad cerrada, sino parte de un entramado social más amplio. La visión que se deriva de la consabida frase de que “el negocio es solo negocio” contradice tanto la condición relacional del ser humano como la de las instituciones que éste crea.
La filosofía política aporta la noción de bien común como horizonte normativo. Tomás de Aquino, siguiendo a Aristóteles, aclara que este bien no se reduce a la suma de intereses particulares, sino que es el orden compartido que permite la realización de todos. La empresa, por tanto, no encuentra su legitimidad en un cumplimiento reactivo de responsabilidades, sino en un compromiso estable con ese bien. Este compromiso es constitutivo y perdurable, dando forma a la razón de ser de la empresa en su dimensión humanista.
La relación de la empresa con la sociedad se define por su integración activa y duradera: proyectarse con otros hacia un horizonte compartido, contribuir al bien común y generar cohesión y confianza. Desde Aristóteles, la empresa se perfecciona cuando coopera en la construcción de la polis y de la eudaimonía (εὐδαιμονία) -término griego frecuentemente traducido como felicidad, bienestar o vida buena, y que de forma más precisa denota florecimiento humano o prosperidad- Con Platón, podemos afirmar que además es justa cuando cumple su función en armonía con el conjunto; desde una mirada humanista, alcanza su sentido pleno cuando entiende su acción económica como inseparable de su vocación de perdurabilidad y de contribución al bien común.
Aceptar esta perspectiva tiene varias consecuencias prácticas. En primer lugar, se cuestiona la reducción de la responsabilidad social corporativa a un formalismo instrumental: informes de sostenibilidad, auditorías o proyectos aislados resultan insuficientes si no nacen de un compromiso genuino con la comunidad. Sin éste, la responsabilidad puede convertirse en estrategia de compliance o de marketing reputacional, sin modificar de fondo las lógicas de producción, consumo y relación.
En segundo lugar, debe ir más allá del cumplimiento de normas externas, superficiales y, en muchas ocasiones, artificiosas debido a su pesada carga ideológica, que las aleja de la realidad. Requiere una cultura que asuma corresponsabilidad con la sociedad, considerando la empresa como una comunidad de personas que colaboran en un propósito común. En clave aristotélica, esto sitúa el telos de la empresa en la cooperación con la polis, frente a modelos centrados exclusivamente en la maximización de beneficios privados (shareholder value), privilegiando una orientación comunitaria (stakeholder theory).
En tercer lugar, la relación con el entorno implica asumir un papel más amplio: fortalecer el tejido social, cuidar el medio ambiente y generar confianza institucional. Esto es particularmente relevante en sociedades fragmentadas, donde las instituciones tradicionales de cohesión han perdido fuerza. Aquí vuelven a resonar y a resultar vigentes las tesis de Zubiri sobre la relacionalidad humana y de MacIntyre sobre la importancia de las prácticas compartidas.
La temporalidad es una dimensión fundamental en la vida de toda empresa. Mientras la responsabilidad puede ser coyuntural y reactiva, el compromiso se despliega a lo largo del tiempo, proyectándola hacia el futuro. Dirigir una empresa es, en esencia, hacerlo en su dimensión temporal: el negocio no es más que el vehículo mediante el cual se expresa, en espacio y tiempo, una identidad, un propósito y una misión, que constituyen su verdadera sustancia.
Desde esta perspectiva, las decisiones estratégicas adquieren un nuevo sentido: no se trata únicamente de maximizar resultados inmediatos, sino de fortalecer la empresa de manera duradera, consolidar prácticas internas coherentes y emprender proyectos que, aunque sus frutos puedan tardar en verse, aseguren la continuidad y relevancia de la organización a lo largo del tiempo. La mirada a largo plazo transforma cada elección en un paso hacia la construcción de un legado empresarial que trasciende los ciclos efímeros de resultados trimestrales.
Finalmente, desde un enfoque ético y político, la empresa que asume responsabilidad sin compromiso puede “cumplir” sin implicarse en el destino social. Una empresa comprometida reconoce que su identidad se enraíza en la comunidad y que su legitimidad depende de su contribución al bien común. Quienes conciben la empresa como un ente autónomo, aislado y autorreferencial, no acaban de percibir la profundidad y el potencial de crear valor que tiene una visión humanista: la empresa es también institución, comprometida con la prosperidad de la comunidad. Se limitan a invocar la responsabilidad como un recurso para apaciguar a grupos de interés que confunden y desvían la dinámica del mercado. Se quedan en lo superficial y no penetran en la naturaleza política de la empresa ni en la densidad de sus relaciones. Hace falta asumir una ontología de la empresa que la conciba como lo que realmente es: un ente relacional, que crea valor y significado a partir de su identidad constitutiva.
La distinción entre responsabilidad y compromiso se revela fundamental cuando se observan iniciativas globales como la Agenda 2030 o los Objetivos de Desarrollo Sostenible. A primera vista, estos marcos parecen ofrecer un horizonte ético común, un ideal compartido para gobiernos, empresas y sociedad civil. Pero, en realidad, encarnan una definición exógena, interesada y, en sí misma, perversa. Al exigir a las empresas “alinearse” con indicadores de sostenibilidad y justicia, se confunde la epidermis que supone la mera responsabilidad con su sustancia; se transforma el compromiso auténtico en un ejercicio técnico y medible, vacío de la fuerza que le es propia.
Quien acepta, impone o propaga esta lógica o desconoce la verdadera naturaleza de la empresa, o actúa guiado por intereses espurios que buscan corroerla desde su núcleo (no debe ser casualidad que las autodefinidas organizaciones de izquierdas, tradicionalmente enemigas de la libre empresa, se hayan convertido en las principales defensoras de este tipo de “agendas”). El compromiso empresarial genuino, por el contrario, brota de su identidad constitutiva: es duradero, sólido, proyectado en el tiempo y coherente con su misión. No puede ser sustituido por indicadores externos ni por imposiciones formales. La auténtica grandeza de la empresa reside en su capacidad de asumir y defender principios desde su interior, de hacer del tiempo y de la acción la medida de su verdadera relevancia.
Desde una perspectiva filosófica, este enfoque desplaza la acción ética desde la decisión libre hacia la heteronomía impuesta por organismos internacionales. Personas y empresas quedan subordinadas a métricas globales, optimizando indicadores distantes de las realidades locales, lo que genera alienación: el ser humano deja de ser fin en sí mismo para convertirse en medio de una agenda. La crítica a la Agenda 2030, por tanto, es doble: reduce a la empresa a ejecutora de políticas externas, y vacía el compromiso social al transformarlo en trámite burocrático, reemplazando la construcción de un futuro común por la obligación de rendir cuentas a terceras instancias anónimas. En consecuencia, la empresa deja de ser comunidad orientada al bien común para convertirse en pieza funcional de una agenda global, arriesgando identidad, autonomía moral y auténtico compromiso con la sociedad en la que actúa. Lo que se presenta como horizonte universal puede devenir, paradójicamente, en una colonización ética y cultural que instrumentaliza tanto a instituciones como a individuos.
Referencias
Aristóteles. (2011). Política. Austral.
De Aquino, Tomás. (2010). Suma Teológica. Volumen I. BAC.
MacIntyre, A. (2013). Tras la virtud. Austral.
Platón. (2005). La República. Alianza Editorial.
Zubiri, X. (s. f.). El hombre: lo real y lo irreal (Alianza Editorial). Alianza Editorial.
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